La educación del adulto.
Gabriela Lima Chaparro
Junio de 2017
Como docente de nivel terciario pretendo que el estudiante pueda reflexionar sobre la práctica y hacer un proceso donde crezca en posibilidad de crítica y autocrítica.
Como profesora de Cursos de Formación y Talleres específicos relacionados con mi campo profesional: la lengua de señas, la metodología de enseñanza tiene una mirada integral y una concepción dialéctica: se trabaja desde diferentes aspectos, perspectivas variadas sobre el objeto de conocimiento; con una visión-acción que propicia ir de la teoría a la práctica, y viceversa, la riqueza del trabajo grupal con un acompañamiento en el proceso individual, etc.
Intento siempre acompañar a los estudiantes para que se formen en la profesión para la que yo también me formé (intérprete de lengua de señas) desde un posición centrada en la tarea, por eso defiendo su profesionalización, el aprendizaje permanente y la introspección.
La educación del adulto en tanto educación permanente concibe al ser humano en su relación con el mundo externo, donde se desarrolla su vida cotidiana (necesidades, búsqueda de satisfacción de esas necesidades, intereses) y donde se despliega parte de esa educación que recibe. Además del principio de unidad, esta educación debe regirse por el de singularidad, entendiendo que cada sujeto es único e irrepetible. “La participación del mayor número posible en el máximo de responsabilidades” se enuncia como ley fundamental, ya que garantiza la eficacia colectiva, la felicidad individual y un ejercicio autónomo en la vida privada y social. Me recuerda la ley básica de la teoría de los grupos operativos: “a mayor heterogeneidad de los miembros y mayor homogeneidad en la tarea, mayor productividad” (Pichon Riviére).
No porque sí recuerdo haber estudiado piano. La profesora que estaba al “alcance” de nuestra situación (digo que intervinieron factores diversos: conocimiento/información, costos económicos, distancia, y otros) era LA profesora del barrio y preparaba alumnos en teoría y solfeo, pero también en materias de primaria y secundaria. Yo quedaba en un cuarto con olor a antiguo, frente a un piano que intentaba tocar con cierta armonía. Ella sólo venía cuando escuchaba algún error (cuando lo escuchaba porque llegaba a sus oídos) o para despedirme al finalizar la hora. Primero me explicaba, mirábamos el cuadernillo, hacía sonar el instrumento con sus dedos largos y sus uñas igual de largas, con una técnica exagerada, sin palabras dulces ni conmoción alguna en su torso ni expresión en su rostro, sus dedos se movían armoniosamente, ¡y sonaba muy bien! Se levantaba, me hacía empezar o repetir y cerraba la puerta a mi espalda.
Supe cómo se organizaba unos años después cuando tomé clases de lengua y matemática, con la misma profesora, para preparar mi ingreso al secundario. Frente al cuarto de música, en una sala grande y luminosa se disponían unas mesas tipo escolar, de las grandes, y bancos de madera alrededor. Iban llegando chicos de todas las edades y ella les daba tareas (según programa o necesidad) que ellos iban completando en su lugar. Al finalizar, los niños se levantaban (ordenadamente, no cabía otra posibilidad) con su cuaderno y ella corregía. Todo se escribía con lápiz. Ella pedía lápiz y goma. Regina – se llamaba así, ¡de no creer!- borraba lo que quisiera y comentaba o reescribía con su letra caligráfica, y también con lápiz. Recuerdo mirar sus uñas afinadas. No entendía cómo podía sujetar el lápiz.
Si algún estudiante osaba distraerse, incluso de la manera más sutil, colocaba su goma (de las de lápiz, siempre) en la punta de una regla plástica (de 20 cm., la que entraba en su cartuchera sobre) y la disparaba hacia el involucrado. Esta acción se repetía las veces que fuera necesario. Pienso que la extensión de la regla tenía otros beneficios: como arma correctiva disciplinar su uso era cómodo, de fácil ejecución y rápido en su efecto. La goma que había sido disparada volvía a su dueña en la mano del distractor o distraído, o ambos, junto con el cuaderno y el lápiz para revisar las tareas que, muy probablemente, estuvieran retrasadas. Desde esa sala con luz natural hasta la tarde se escuchaba un piano de fondo.
También supe que los alumnos que lograban avanzar en música (yo dejé sin avances y con un fuerte sentimiento de frustración) venían a veces a leer partituras en voz alta. Regina siempre tomaba notas en lápiz.
... Y como no podría ser de otra manera, ¡piedra libre!. Me gusta escribir con lápiz, salvo cuando pienso que podría borrarse. Ah, suelo perder las gomas de borrar.
Creo en lo convergente para la divergencia: es decir, la posibilidad de una perspectiva interdisciplinaria y un enfoque multidimensional, en el enseñaje, para la oportunidad de un pensamiento creador en los actores del proceso. Respecto de esa denominación (enseñaje) y en esa pluralidad (actores: educador y educando) que pueden aventurarse rebeldes, ingenuas, ignorantes, superficiales o desafortunadas en algunos ámbitos o lecturas, quiero aclarar que, según mi óptica, si bien en el saber actuar del rol se produce un necesario descentramiento por parte del profesor-coordinador, considero que el docente no queda afuera del vínculo ni de los resultados.
Además, decido ser estudiante, me autodetermino en la búsqueda, mi intencionalidad es el encuentro, el encuentro y el encuentro: coincidencia, contradicción y hallazgo.
No me dediqué a la música, salvo en el sentido de escucharla y disfrutarla, variadito y con tiempo asignado, aunque me gustaría cantarla y tocarla y me resista a cierta sordera selectiva para alcanzar el tono o la melodía. Pero me sumé a la causa-lucha-objetivo de transformar desde este lugar. Enseñar que es lugar y tránsito, tan significativo y tan descalificado a veces, por eso origen y destino, intento, pronóstico al mal diagnóstico.
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La andragogía, al adulto. Lo que la pedagogía al niño.
Gabriela Lima Chaparro
Junio de 2017
Las etapas de la vida se definen en primer término como instancias biológicas y orgánicas, de desarrollo físico y mental, también vinculadas a necesidades educativas (sobre todo en lo que refiere a educación obligatoria y educación formal). Pero la adultez, así como la infancia, tiene “multisentidos” en sus posibles formas de definirse. También habrá otras clasificaciones que se adecuarán de manera más exacta al desarrollo integral del ser humano: allí nos encontraremos con categorías del tipo primera y segunda infancia, pubertad, adolescencia, juventud, vejez, también la consideración de adulto joven o adulto mayor, etcétera, que no es el caso que nos convoca. Lo legal cumple un rol fundamental, sobre todo en las sociedades actuales, porque se han reconocido y otorgado derechos y obligaciones puntuales (también imputaciones en cuanto a penas y castigos) de acuerdo a la edad de la persona que varía entre los 16 y los 21 años, es decir, rompiendo con la división niño-adulto. Y podríamos seguir si pensamos en las posibilidades de afiliación médica o las extensiones crediticias, y otros ejemplos.
Comparto la mirada social y, sobre todo, comparto la posibilidad de ver según el rol, la posición (política, social), la edad, las necesidades. No me sorprende que un adolescente, que se presiente (porque saberlo es lo de menos) a un paso de lo que probablemente desee pero tal vez no quiera, lea (también) la adultez desde su Yo más céntrico. Tampoco me desconcierta que un joven que está buscando su lugar, que está aprendiendo a reconocer sus intereses, que empieza a buscar aquello que realmente le gusta, tenga una interpretación algo peterpanesca del adulto que es. Y menos me impresiona que la voz de un adulto formado o en formación traiga voces de lo construido y en construcción.
Que la adultez es una construcción histórica es indiscutible. Y también social, sin dudarlo. Como lo es todo aquello que conscierne al ser humano. Porque cuando hablamos de adulto no podemos, aún hoy, desentendernos de las cuestiones de género. Tampoco podemos dejar de lado la identidad ni la orientación sexual, ni la diversidad funcional. Porque esto que es constitutivo del sujeto influye en la adjudicación de derechos, repercute en la accesibilidad, en los cargos políticos y profesionales y en las condiciones de asunción de éstos. Aún hoy no es lo mismo ser un adulto mujer que varón, ni ser adulto transgénero, ni ser adulto discapacitado. La norma tiene una forma de entender la adultez que presupone que en la generalidad está planteada la categoría (adulto), aunque eso no se respete ni se considere en circunstancias específicas, y aunque esta diferenciación implícita se niegue o se naturalice.
Estas diferencias atraviesan igualmente nuestro campo, el de la formación del adulto. Es en este punto, en la formación, esencial entender al individuo en su individualidad (que no descarta -y da cuenta de ello lo anterior- su pertenencia a grupos). Entender al sujeto en su experiencia vital como adulto en general, abordando los prejuicios propios y ajenos, sin evitarnos la pregunta, sin apostar a lo obvio, sin perder de vista que la personalidad está también configurada por las posibilidades, necesidades, elecciones personales. Reconocer que en cada adulto pesa una decisión política, ideológica y social determinada por su condición de sujeto que responde a una norma o que se aleja de ésta.
Superadas, o mejor dicho dialectizadas estas contradicciones (sujeto-grupo, mujer-hombre, convencional-arbitrario, y todas las que devienen del pensamiento binario), rescatamos al adulto como sujeto del aprendizaje. El acto voluntario de aprender del adulto marca una diferencia sustancial con la educación del niño. Parece tan sencillo y a la vez es tan complejo. El aprendizaje como medio hacia un fin puede conllevar un proceso cargado de resistencias: esas tensiones entre lo nuevo y lo viejo, lo potencial y el talento. Hay factores que facilitan y otros que obstaculizan: capacidad de análisis frente al sentimiento de autosuficiencia, juicio crítico frente a la estereotipia, la experiencia frente a los hábitos arraigados, la madurez frente al temor al ridículo.
Por otra parte, creo, además, que cuando los adultos hablamos de la curiosidad infantil estamos resistiéndonos a que nuestra condición de personas mayores nos limite el acceso, la oportunidad, la perspectiva de alcanzar metas.
Es un desafío del adulto en formación y del adulto que forma tener y facilitar el compromiso, la motivación y la participación. Es responsabilidad del formador de formadores considerar en la planificación la experiencia de los estudiantes, proponer articulación con la realidad y evaluar de forma permanente.
La andragogía se propone formar en autonomía (rasgo característico del adulto), animando a la autodirección, incluyendo instancias de discusión y solución de problemas y promoviendo actividades que se basen en la experiencia de los estudiantes.
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Las tutorías escolares en el nivel medio.
Gabriela Lima Chaparro
Mayo de 2017
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Muchas veces visualizamos una problemática que nos preocupa y las soluciones que encontramos lejos de facilitar algún tipo de reparación al conflicto, lo vuelve más complejo, incluso en su forma de evaluarlo: a veces esa aparente salvación termina ocultando el conflicto inicial. La problemática se confunde en una transformación que habilita nuevos inconvenientes que no hacen a la solución de origen, sino que multiplica las fallas.
Esto sucede en la Escuela Media X (y se reproduce en otras instituciones afines): ofrece a los grupos de estudiantes secundarios un tutor que es docente del establecimiento, y de los alumnos en cuestión.
En algún momento se visibiliza la problemática de los chicos: necesitan una guía para iniciarse y también para atravesar el recorrido de esta nueva y difícil instancia educativa. El salto de la escolaridad primaria a la subsiguiente conlleva muchos cambios no sólo en la estructura escolar sino en la biografía personal. La Escuela se hace cargo de su parte en este proceso, pero no se advierten cambios sustanciales ni diferencias notables respecto de otros tiempos ni de otros grupos.
El tutor es profesor de algún área específica de la formación del adolescente. En este caso en particular es, en general, uno de los docentes más carismáticos o empáticos, más cerca de los pibes en su forma de expresarse, más comunicativos.
El tutor es maestro (también), colega de sus compañeros (maestros). Puede “contener” si está preparado, con todo lo que implica esta preparación que hace referencia a la Salud Mental, pero no puede dar algunas respuestas que hacen a: una mirada crítica, lo más objetiva posible (distancia óptima respecto del problema y de los actores implicados), intervención pertinente (como mínimo contar con las diferentes miradas del asunto, que eventualmente incluye a otro maestro, colega del tutor), entre otros.
El tutor no cobra un plus por esta tarea que le insume tiempo y dedicación: seguimiento de procesos individuales y grupales que exceden a sus horas cátedra. El tutor es un maestro que no cobra estas horas institucionales en las que, por las características del rol, debería mínimamente contar con alguna especialización, más la supervisión respectiva, más otros encuadres posibles de contención profesional conforme la función se lo exija.
El tutor se encarga de acompañar las dificultades que se suscitan en el grupo de estudiantes, por ejemplo. Para ello cuenta con un conocimiento previo: él ve a sus alumnos en las clases, los conoce. Pero este “saber de” se reduce a sus clases, o quizás pueda enriquecer la mirada con los comentarios que se comparten en la sala de profesores, o en conversaciones de pasillo, en las reuniones de padres. Hay que ver cuánto de esto sucede y en qué condiciones. Las subjetividades, las presiones que los docentes deben sobrellevar en la asunción de tareas específicas, los contextos del cotidiano, el afuera, lo interno, el posible enfrentamiento entre pares (tutor docente VS docente del mismo equipo de trabajo). Cuánto puede evaluar un docente de otro docente en relación a situaciones que comparten en su influencia pero que viven de maneras particulares, y en relación a un estudiante o a un grupo de estudiantes que si bien es el mismo para ambos no necesariamente se comporta de igual manera en las distintas clases.
El tutor debe llevar adelante una tarea que, en el mejor de los casos, (se) diferenciará de su tarea central porque así se lo describe la solicitud o replicará las expectativas y acciones que se ponen en juego en el aula en horas de clase. Muchas veces, si “no hay conflicto”, aprovechará para dar una clase extra, profundizar en algún contenido de la clase.
Vale una pausa para precisar que “… el acuerdo en torno a la multiplicación de funciones, que afecta a la definición misma de la tarea docente, dista de ser general. Por el contrario, numerosos especialistas ponen hoy el énfasis en la necesidad de recuperar para el trabajo docente la centralidad de la función de enseñanza.”.[1]
El tutor puede recibir consultas de otras materias, quejas respecto de otros profesores, inconvenientes de relación o de aprendizaje, planteos que recorren una gama variopinta en relación a la falta de comprensión de las explicaciones del docente, la falta de coherencia entre lo que se enseña y lo que se pide (propuestas/objetivos), pasando por cuestiones más formales (ausencias de maestros, cambios repentinos de fechas de exámenes) y por otras más vinculares (modalidad en el trato, ruidos en la comunicación). Y no hablamos de lo que realmente sucede, sino de poder detectar qué es lo que está emergiendo del conflicto.
La carencia de compensación salarial, la carga de una función que no necesariamente el maestro está dispuesto (y esto no está ligado a la aceptación del cargo) a cumplir, la exigencia de un rol para el que no siempre está preparado, la sobrecarga de trabajo, la falta de especialización, todos elementos que, junto con otros factores, contribuyen a la desprofesionalización del docente. Desprofesionalización que se vivencia desde la propia experiencia del maestro y que se lee desde otros actores internos y externos a la institución, incluidos los mismos estudiantes, a veces.
(...)
El tutor debería ser un profesional (docente o con perfil pedagógico) preparado para la función, con ejercicio docente, que no sea a la vez profesor de asignatura de los estudiantes que tutorea. Es complejo ser profesor y tutor a la vez, aún más por el tipo de liderazgo que se requiere en este periodo escolar y existencial.
El tutor actual no siempre cuenta con herramientas para coordinar un grupo (aunque podría considerarse un déficit de la formación pedagógica en general) y, además, no puede tomar y afrontar el rol por la cercanía vincular con sus compañeros, a quienes no puede interpelar y mucho menos disponer a repensar la tarea, que es revalorizar la profesión.
El tutor debe estar involucrado en la tarea docente, pero debe mirar más objetivamente el problema. Un poco para evitarse intervenir en el sentido que MARITZA MONTERO[3] desacredita, como aquel que viene desde afuera con el conocimiento y sólo hace números que concluyen en estadísticas, y (sí) para coparticipar desde una deconstrucción como la que propone Derridá (1930-2004): desarmando los elementos teóricos para ajustarlos al mundo físico de manera crítica, analítica.
La escuela como mecanismo de progreso y movilidad social es una de las orientaciones que más peso tiene en esta sociedad capitalista, porque nos enfrenta a la realidad económica. Esto también atenta contra la profesionalización docente. Aunque la escuela tenga otras perspectivas y se pueda considerar en su multidimensionalidad como proyecto de transformación social; sobre todo la forzada relación entre educación y trabajo que sobrevino (forzosamente) al proceso de homogeneización sociocultural hace que el docente se sienta atrapado en la categoría del que no da para profesional.
(Sin embargo) El docente tutor debe ser, hacer y saber(se) profesional. Como colaborador del cambio, como facilitador, como promotor de la autonomía y la reflexión, como mediador y como profesor que profesa su profesionalidad. Pensemos si no en momentos hacia la profesionalización tales como la inclinación actitudinal hacia la tarea, el crecimiento profesional y la reflexión sobre la práctica. En palabras de PAULO FREIRE: “La única forma que tienes de enseñar a amar, es amando”.
Una nueva lucha para el docente frente al sistema: defender su puesto de trabajo y “encarecer”, dar más valor, a las funciones que desempeña.
El formador de formadores puede evaluar esta situación en la individualidad y la grupalidad, es decir: la situación actual planteada con sus protagonistas en particular y las circunstancias que contribuyen a que este problema, en general, sea una urgencia, manifestación que se resiste a seguir postergada.
Para ello, debe proponer espacios de encuentro y favorecer la instalación del trabajo en equipo.
Espacios donde se pueda pensar cuáles son las funciones (superadoras) del tutor, cuál es su especificidad en el contexto escolar medio; encuentros para evaluar ese nuevo saber-hacer: cómo jugarán esas capcidades en la acción, para volverse (el formador) competente en la tarea. Y también reflexionar más puntualmente acerca de cuánto puede un docente separarse de, tomar distancia de (su cargo docente), para trabajar con otros docentes. ¿Será que el tutor es un nuevo profesional? Sin dudas, deberá contar con el conocimiento, las estrategias y hasta posiblemente la experiencia en el ámbito educativo.
Si su rol, el de formador de formadores, debe contribuir a la transformación de los procesos socio-histórico-culturales, es importante que opere en la detección de este tipos de problemáticas que obstaculizan y demoran la profesionalización del docente y que, además, fortalezca los liderazgos manifiestos y promueva los liderazgos emergentes (conceptos que también definen la psicología comunitaria).
A partir del “relevamiento” (que no está sujeto a variables numéricas, sino a la lectura crítica de la realidad) y de la identificación de necesidades, la promoción del liderazgo se llevará a cabo a través de programas de formación continua que sistematicen propuestas que aporten a la reflexión sobre la práctica, a la actualización de saberes, y que enriquezcan la conciencia y el hacer profesional.
“La formación debe ser un revulsivo para aprender a cuestionar lo que se ve, lo que se cree y lo que se hace, para ayudar a repensar la práctica docente desde la conciencia de la contextualización y de la complejidad del acto educativo.”[4].
Es indispensable pensar al docente (y pensarse docente) con responsabilidad social, operatividad instrumental, actitud crítica y dispuesto a aprender a aprender (y a aprehender).
El papel del tutor es interesante y aportará al sistema educativo, a la Institución, a la calidad educativa en el aula, a la relación entre los docentes y los estudiantes, será posibilitador de la construcción de un ambiente de trabajo más cooperativo, en tanto se trate de un profesional capacitado, formado para ejercer ese rol.
(...)
“Desde el origen de este oficio se espera que tengan gran vocación de servicio y entrega, desinterés e incluso disposición al sacrificio. Su tarea se define como <misión trascendente> que debe ser realizada aun en las peores condiciones, como escasez de recursos y recompensas materiales. El docente vocacional se manifiesta en expresiones tales como <el docente es como una segunda madre<, <su trabajo es un apostolado o un sacerdocio> y otras de este tenor” –nos dice EMILIO TENTI FANFANI. Y estas cuestiones tan intrínsecas al rol otorgado y asumido son las que juegan de manera muy latente cuando un docente acepta o no tiene más que acceder a cumplir funciones que le exceden (y no estoy descalificando al profesor como profesional, por el contrario, lo que lo descalifica es asumir cargos que no puede desempeñar con verdadera profesionalidad, en el amplio sentido que esto supone). Lo manifiesto en estas circunstancias es que las verdaderas soluciones no llegan porque el sistema ciñe las posibilidad de acción y reacción y, como describe también FANFANI: “En las condiciones actuales los docentes como categoría social deben luchar al mismo tiempo por su profesionalización en sus diversas dimensiones: mejoramiento sustancial de su formación inicial y permanente, autonomía en el trabajo y, al mismo tiempo, una mejora sustantiva del salario y los recursos institucionales y técnicos que disponen para realizar su laboro. En cuanto al prestigio social, les llegará por añadidura.”[5].
Para terminar, y pensando en el tutor como un “operador”: “Operar supone desde Pichón-Riviére desplegar sin prejuicios lo que se aborda, para ponerlo a la vista y ensayar soluciones para el alivio de los padecimientos mentales, corporales, sociales… llamo operativa a esta intención de praxis (quehacer/saber) interrogadora…”[6]. Recorte entre líneas de las palabras de HERNÁN KESSELMAN porque, si bien hace referencia a la Psicología Social, podríamos estar hablando de la tarea del tutor.
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[1] DIKER, GABRIELA y TERIGI, FLAVIA (2008) La formación de maestros y profesores: hoja de ruta. Buenos Aires: Paidós
[2] FREIRE, P. (1966) Hacia una pedagogía de la pregunta: conversaciones con Antonio Faúndez. México: La Aurora.
[3] (2011) Introducción a la Psicología Comunitaria: Desarrollo, conceptos y procesos. Buenos Aires: Paidós.
[4] IMBERNÓN MUÑOZ, FRANCISCO (2011) La formación pedagógica del docente universitario. Revista do Centro de Educação [en línea] 2011.
[5] En REVISTA VIVA, 21 de mayo de 2017. Entrevista.
[6] De lo siniestro a lo maravilloso: el papel de la psicoterapia operativa y lo grupal: FABRIS, FERNANDO (2014) Pichón-Riviére como autor latinoamericano. Buenos Aires: Lugar Editorial.